Por Adrián Darío
Herreros de Perinat
Licenciado en Historia
por la Universidad de Valencia
A mi padre, Darío Herreros Rueda
Se diría que la foto que se muestra sobre estas líneas es un montaje, un chiste quizás.
Lo parece ¿verdad? Pues no lo es.
Probablemente, muchos de vosotros pensaréis que la imagen que da la foto es una vergüenza. Es una vergüenza que el presidente del Gobierno no se atreva a comparecer ante los medios y lo haga escondiéndose tras una pantalla.
Yo, en cambio, diría que eso es precisamente lo
que falta en esta foto: vergüenza. Como ya he dicho, en la foto, en el lugar que debería
ocupar el presidente del Gobierno de España hay una pantalla que emite su
imagen. Eso nos da a entender perfectamente a los ciudadanos la clase de mandatario que tenemos. Un tipo que no tiene ningún asomo de vergüenza. Un tipo que se sabe
tocado y hundido y no tiene agallas para dar la cara. Un cobarde, por no
atreverse a salir y exponerse ante unos ciudadanos a los que, se supone,
representa; un mentiroso, por haber estado negando siempre la verdad (“Es falso. Nunca, nunca he recibido ni repartido dinero negro”, “No voy a tocar la Sanidad nila Educación, esas son mis líneas rojas”, “No pienso dar un solo euro de dinero público a la Banca”…); un ladrón, pues ha estado apropiándose de dinero público
para él y sus paniaguados durante años; un estafador, por prometer primero,
para ganarse el voto y la confianza de millones de (crédulas) personas, y luego
hacer exactamente todo lo contrario; y un cobarde, por esconderse,
literalmente, tras una pantalla cuando
estalla la bomba.
Pues tengo otra mala noticia para
usted, señor Rajoy: ha empezado usted a cavar su tumba (política). Ha enterrado
usted la escasa credibilidad que todavía podía tener (si es que aún le quedaba
alguna; yo, desde luego, no le creí nunca). Como presidente del Gobierno de
España, ha enterrado usted todos los valores que se le suponen a la persona que
ocupa tal dignidad. Si, al menos, fuese usted un poco listo… Pero ni si quiera
eso. Ande, váyase a jugar con sus hilillos de plastilina y
déjenos en paz.
Los ciudadanos no le van a
perdonar todo esto. O no deberían perdonárselo. Este es el principio de su fin (político). Sea como fuere, los ciudadanos ya no tenemos nada que perder, ya nos han despojado,
usted y su Gobierno, de todos nuestros derechos (Sanidad universal, Educación
universal… ¡Nos ha quitado hasta nuestro derecho a la Justicia!)
Existe una creencia en la
sociedad, convenientemente extendida y azuzada por el conservadurismo político
y mediático, según la cual la democracia consiste simplemente en el respeto a
las leyes vigentes.
Eso es, sencillamente, absurdo.
Si la democracia se redujera simplemente a eso, los negros en Estados Unidos
seguirían estando obligados a sentarse únicamente en la parte de atrás de los
autobuses, como pasaba hasta hace 60 años; o peor aún, seguirían siendo
esclavos de los blancos, como, de hecho, sucedió hasta 1863. Si la democracia
se redujese únicamente al respeto de la ley, la India seguiría siendo hoy una
colonia británica. Si la democracia tan sólo consistiese en la obediencia a las
leyes, señoras y señores, los blancos aún seguirían discriminando y segregando
a los negros en Sudáfrica.
Me parece una perogrullada tener
que decir esto, pero lo voy a hacer porque quiero que quede claro: la
democracia (del griego δημο, pueblo y κρατία, poder)
se define, única y exclusivamente, como aquella forma de gobierno en la cual el
poder de decisión de una comunidad reside en el pueblo que la forma. Eso y no
otra cosa es la democracia, que a ninguno le convenzan de otra cosa.
John
Locke, que no era nada parecido a un comunista sino uno de los padres del
liberalismo político, afirma en su Segundo
Tratado sobre el Gobierno Civil que si un gobernante no cumple la tarea
para la que ha sido elegido, el pueblo tiene derecho a derrocarlo y cambiarlo
por otro o, si lo considera necesario, darse a sí mismo otras leyes u otra
forma de gobierno distinta. Un principio que, dicho sea de paso, también
aparece recogido en la Declaración Universal
de los Derechos Humanos de la Organización de
Naciones Unidas. Esto es
algo completamente razonable: si yo te voto para que tú cumplas lo que has
prometido y tú luego no lo haces, te vas. Te vas, porque me has mentido. Ese
principio debería estar explícitamente reconocido en cualquier constitución que
se llame democrática: el derecho del pueblo a revocar a sus dirigentes.
La
Historia demuestra que los derechos no nos son concedidos sino que son los
pueblos quienes deben conquistarlos por sí mismos. Si las mujeres no se
hubieran movilizado no habrían obtenido su derecho al voto en multitud de
países, como en Estados Unidos en 1917 o Inglaterra inmediatamente después,
tras la Gran Guerra. En el Reino Unido, fuertes movilizaciones populares
dieron lugar a las reformas de 1867 y 1883, las cuales supusieron que se
cuadruplicara prácticamente el número de electores, que ascendió del 8 al 29 %
de los varones de más de 20 años. Por su parte, Bélgica democratizó el sistema
de voto en 1894 a
raíz de una huelga general realizada para conseguir esa reforma (el incremento
supuso pasar de 3,9 al 37,3% del voto masculino). En Finlandia, la revolución
de 1905 conllevó la instauración de una democracia singularmente amplia (el 76%
de los adultos varones). En Suecia el electorado se duplicó en 1908 igualando
su número con el de Noruega. En suma, quiere decirse
que, si hubieran respetado las leyes vigentes en su momento y no se hubieran
rebelado, las clases medias y bajas no habrían podido entrar en política en los
países occidentales hoy llamados democráticos. Más aún, si en 1789 no hubiera
ejercido su legítimo derecho a la rebelión, el pueblo francés quizás hubiera
vivido mucho más tiempo bajo el yugo del régimen señorial (el llamado Ancien Régime, el Antiguo Régimen). E
igual que ellos estaríamos nosotros y el resto de Europa.
Las
connotaciones de la palabra democracia
han sido muy cambiantes a lo largo de la Historia. La sola mención de ésta
sembró el terror en las élites hasta bien entrado el siglo XX. Así, en el siglo
XIX el liberalismo asociaba la democracia con la algarabía, la hecatombe y el
desastre. La democracia se identificaba entonces con el despotismo de la turba
enfurecida, encarnada en el jacobinismo y la muchedumbre de los sans-culotte. Se pensaba que
la democracia supondría el fin de la ley bajo el gobierno de los no
propietarios.
En la
transición al capitalismo, en primer lugar se precisaba imponer una nueva
legalidad a los grupos sociales reacios al nuevo orden. Lo que antes era un
derecho divino o real (“yo soy propietario de estas tierras porque soy su señor
y en ellas impongo mi ley”), ahora es un derecho legal (“yo soy propietario de
estas tierras porque he pagado por ellas y la ley me las concede”). Así, la
definición de democracia se reduce al respeto y protección de la propiedad
privada, sobre todo de los grandes propietarios.
Luego
la cosa fue cambiando y la democracia pasó a concebirse como “el gobierno de
las mayorías”. Unas mayorías a las que había que proteger. Así, a partir de
finales de la Segunda Guerra Mundial, se concebía el Estado como un ente que
debía velar por el bienestar de sus ciudadanos durante toda su vida. Llegaron
así los sistemas de Seguridad Social y todo aquello que conforma lo que
conocemos como el Estado de Bienestar, cuyo desmantelamiento comenzó ya en los
años 80 con las políticas de desguace del Estado llevadas a cabo por Gobiernos
de Reagan y Tatcher en Estados Unidos y Gran Bretaña, respectivamente. Sin
olvidar el Chile de Pinochet, el país donde probablemente el neoliberalismo
económico se ha practicado en su máxima crudeza.
Volviendo
a nuestro presente, el actual Gobierno del Partido Popular está haciendo
exactamente eso: acabar con nuestro Estado de Bienestar con la excusa de
sacarnos de la crisis económica.
Puede que lo haga muy poco a poco,
pero eso es lo que está haciendo. Dicen que somos nosotros mismos, los
ciudadanos, quienes tenemos la culpa de estar como estamos.
Nos piden sacrificios, “que nos apretemos el cinturón”.
Dicen que “los recortes son necesarios”, que “no hay otro camino posible”.
Todo eso mientras los políticos se llenan los bolsillos a reventar, tal y como ahora mismo se está demostrando.
Privatizan
la Sanidad, entregando su gestión a empresas privadas que ganan dinero a costa
de nuestra salud. Cerrarán, directamente, hospitales o unidades de atención a
pacientes con enfermedades graves porque a la empresa de turno no les resultan
rentables. Ante lo cual, la Sanidad dejará de ser accesible a todo aquel que no
pueda pagársela.
Dirán
que esto no es así, que cualquiera puede y podrá seguir siendo atendido por el
sistema sanitario en todo momento. Pero no es verdad. Que se lo pregunten,
sino, a todos esos habitantes de los pueblos castellano-manchegos cuyas
urgencias nocturnas pretende cerrar el Gobierno de María Dolores de Cospedal,
condenando así a varios cientos de personas a morir por no poder recibir la
atención médica necesaria. Que se lo digan a todas las enfermeras y enfermeros
que en los hospitales madrileños
se quejan de no poder atender a los pacientes como es debido a causa de la
falta de personal. ¿Por qué esa falta de personal? Muy fácil: la empresa
contrata a menos profesionales para así ahorrar costes. Y así pasará con todo:
la Sanidad dejará de atender a enfermos si no le son rentables, si ello no le proporciona ganancias. Se quiebra así un
derecho tan básico como la Sanidad universal y gratuita. Un derecho que, se
supone, garantiza la Constitución Española de 1978.
Otro
tanto sucede con la Educación o con las famosas tasas judiciales, que acaban
con el acceso igualitario de los ciudadanos a la Justicia. Eso sí, el ministro
Ruiz-Gallardón se ha echado un poco para atrás y ha ya ha dicho que habrá
determinados grupos, como los minusválidos o las mujeres maltratadas, quedarán exentos de cualquier tipo de pago y que algunas tasas se suprimirán ose rebajarán. Vaya, gracias, señor ministro. Sí que es usted majete… No, qué
va. En realidad, esto es una variante de las famosas Diez estrategias de manipulación mediática enunciadas por el
prestigioso lingüista e intelectual estadounidense Noam Chomsky: una medida
siempre es más fácil de aceptar por la ciudadanía si primero la anunciamos
fríamente y luego limitamos un poco su alcance: “¡Vaya, van a cobrarme una tasa
por querer recurrir una multa!”, “¡Oh, si me quiero divorciar voy a tener que
pagar una tasa!”… “¡Ah, bueno, pero si soy minusválido o mujer embarazada me
saldrá gratis! ¡Entonces genial, no hay problema!”.
Los
recortes en política social llevados a cabo por el Gobierno del Partido Popular
matan a la gente. Está claro que no es el propio Rajoy el que mata con sus
propias manos, no es él quien empuja a quienes, desesperados, terminan
suicidándose por no poder pagar su casa. Pero él es el primer responsable de
que todo esto suceda. Es responsable por no dotar al sistema sanitario de los
recursos necesarios para atender a los enfermos. Él es el responsable de todos
esos suicidios, pues, pudiendo impulsar una ley por la dación en pago, no lo
hace. Él es el responsable de que seamos uno de los países de Europa con
mayores tasas de abandono escolar. Y es que, como quedó magníficamente demostrado
en la edición del primer programa de la nueva temporada de Salvados,
el sistema educativo español es manifiestamente deficiente y mejorable.
Con independencia de si se está
de acuerdo con él o no, Karl Marx ha sido el principal teórico de las clases
sociales. Esto de las “clases sociales” es algo que a muchos les suena antiguo,
desfasado, pasado de moda, quizás. Esta también es una teoría muy
convenientemente azuzada por los gobiernos, las instituciones financieras, el
neoliberalismo, en definitiva. Y mucha gente se lo cree, mucha gente piensa que
las clases sociales ya han dejado de existir.
Pero ¿esto es realmente así? Por
ejemplo, ¿los estudiantes de Secundaria que estos días han hecho huelga están a
la misma altura que, por ejemplo, Rodrigo Rato o la duquesa de Alba? ¿Están
esos mismos estudiantes a igual nivel que los hijos de los ministros, que son
enviados a colegios de pago o universidades privadas? ¿Quiénes acudimos a la
Sanidad Pública, a la que cada vez se le proporcionan menos medios para atender
a los pacientes, estamos al mismo nivel que el rey de España cuando va a
operarse a la Clínica Ruber Internacional?
Repetimos entonces la pregunta:
¿Ya no hay clases sociales? ¿En serio? Yo creo que sí. Es más, creo que la
distancia que separa unas de otras cada vez es mayor. Es más, los datos
demuestran que dentro de los propios países la brecha entre ricos y pobres va
en aumento.
El
marxismo define al Estado como una “comisión que administra los negocios comunes de toda la clase
burguesa”. Quiere decirse que los dirigentes del Estado elaboran las leyes
atendiendo a que estas sirvan para proteger los privilegios de las clases altas
(llámense burguesía, llámense empresariado). Por eso, al menos a veces, es una
tontería reducir la definición de democracia al respeto a la ley: porque una
democracia no es tal si no defiende, asegura y protege los derechos de las
personas.
Ahora que cunde el desánimo, que parece que
nada tiene arreglo ya, es frecuente escuchar a gente que dice eso de “yo ya no
creo ni en la derecha ni en la izquierda, fueron los socialistas los que nos
trajeron a esta situación y ahora la derecha está afianzando lo que la
izquierda empezó.” Así, es frecuente identificar al PSOE como un partido de
izquierdas, ellos mismos se venden así. Y claro, siendo de izquierdas, no se
entiende cómo los socialistas pudieron comenzar la política de recortes que nos
ha traído hasta aquí. La respuesta es muy simple: los socialistas no son de
izquierdas. Ni siquiera son socialistas, sino socio-liberales.
Marx y Engels fueron los primeros en analizar,
de forma seria y sistemática, el modo de proceder del capitalismo: la burguesía
(o el empresariado) ha sustituido las
libertades políticas por la libertad de comercio, bajando los precios cuando es
necesario con tal de eliminar la competencia. El empresariado ha tomado las
riendas del Estado y lo ha convertido en guardián de sus propios intereses.
El marxismo denomina
“fuerza productiva” a cualquier instrumento mediante el que aplicamos nuestro
trabajo para después poder vivir. Como ejemplo, un buey sería la fuerza
productiva del labrador de hace muchos años o un ordenador sería la fuerza
productiva de un informático en la actualidad. Para Marx y Engels, la propia
fuerza de trabajo humana es una fuerza productiva. Pero esas fuerzas
productivas siempre vienen acompañadas de ciertas “relaciones sociales”,
entendidas por Marx como “relaciones entre clases sociales”. Para Marx, como
sabemos, había dos clases sociales antagonistas: la burguesía, dueña y señora
de los medios de producción, y el proletariado, que aporta la fuerza productiva
mencionada anteriormente. Así, las fuerzas productivas y los medios de
producción se relacionan entre sí dentro de lo que el marxismo califica como
“relaciones de producción”.
Pero llega un momento en que las
fuerzas productivas crecen y no pueden ser absorbidas por las relaciones de
producción existentes en cada momento. Es entonces cuando entramos en una
dinámica de lucha de clases, entendiendo como clase a un grupo de personas que
tienen conciencia de ocupar una misma situación dentro de un modo de producción
determinado.
Eso es el socialismo: la toma de
control de los medios de producción por parte de la sociedad organizada para
lograr una sociedad igualitaria, sin clases sociales.
Pues bien, a partir de la II
Guerra Mundial, el socialismo europeo se reformuló, eliminando de su teoría el
concepto de “lucha de clases”. El PSOE tardó un poco más en hacer esto. Hubo
que esperar hasta poco antes de la llegada de Felipe González al Gobierno en
1982. Para liderar el PSOE, González puso como condición precisamente eso: que
el partido debía renunciar al marxismo. Y así sucedió. El socialismo, desde
ahora vaciado de su componente marxista, dejó de ser tal para convertirse en
socialdemocracia. La socialdemocracia y el conservadurismo político pasaron a
definirse entonces de la siguiente manera: la socialdemocracia se comprometía a
preservar, más o menos, el Estado de Bienestar siempre que ello no supusiese
una modificación de la estructura del sistema ni una merma de sus privilegios.
Por su parte, el conservadurismo político pretende desmantelar, poco a poco y
en silencio, el Estado de Bienestar, siempre que ello no provoque la ruptura
del orden social, al menos no hasta un punto en que el Estado ya no pueda
controlar la situación.
Pero desde los años 80 y 90, con
la caída de la Unión Soviética, la izquierda en general, y la socialdemocracia
en particular, en vez de redefinir sus postulados decidió asumir los de la
derecha conservadora; esto es, privatización de los servicios públicos,
libertad económica para las grandes empresas… Y, desde entonces, la
socialdemocracia ha pasado a convertirse en socioliberalismo. Y eso es el PSOE,
ni más ni menos. Por eso hay quienes piensan que los postulados de la
izquierda, a la cual identifican con el PSOE, ya no son viables para la
situación en la que vivimos. Pero no es así, el PSOE hace mucho que dejó de ser
la izquierda. Así, la izquierda debe replantearse su esencia y volver a ser lo
que era.
Los sociólogos avisan de que la ciudadanía
está perdiendo poco a poco su confianza en la democracia al ver que esta no
funciona. Temen, quizás, que esa misma ciudadanía vuelva a inclinarse, otra
vez, por soluciones autoritarias.
¡NO! Ese no es el camino. Ante la pérdida de
calidad de nuestra democracia lo que hay que hacer es reivindicar ¡más
democracia! Si la democracia española ha perdido legitimidad, se hace urgente
un nuevo proceso constituyente impulsado desde abajo por nosotros, los ciudadanos,
que promueva una profunda reforma del Estado y una nueva constitución
verdaderamente democrática que garantice y haga cumplir nuestros derechos y
libertades.
Como sabemos, en julio de 1789 estalló
la Revolución Francesa. Poco antes, Luis XVI había convocado a los Estados
Generales, que no eran sino la reunión de los tres estamentos del Antiguo
Régimen. Es decir, las cortes de
la monarquía, que no se convocaban desde… ¡1614! (Y es que el rey tenía la
potestad de convocarlas sólo cuando él quisiera, sin ningún tipo de
periodicidad).
Entre tanto, en todos los pueblos
de cada departamento francés se elaboraron los cahiers de doléances (cuadernos de quejas) unas encuestas en las
que los tres estamentos reflexionaron sobre cuáles creían que eran los principales
problemas del país. Finalmente, un amplio resumen de ellos fue leído en la
convocatoria de los Estados Generales. No me digáis que no os llama la
atención: en 1789, las cortes monárquicas francesas se dignaron, al menos, a
escuchar los lamentos del pueblo. En la España de hoy, el Partido Popular
pretendía vetar la posibilidad de debatir en el Congreso una Iniciativa
Legislativa Popular por la dación en pago. Ahora ha reculado y dice que
permitirá la celebración del debate, pero todos sabemos que no aprobará la
iniciativa.
Volviendo a la Francia de 1789,
cuando las peticiones del pueblo llano fueron acalladas por las cortes de la
monarquía, el Tercer Estado las abandonó y se constituyó en una Asamblea
Nacional, jurando no separarse hasta dar a Francia una Constitución.
El campesinado, el pueblo llano,
vivía constantemente atemorizado por la arbitrariedad del Régimen, vivía con
miedo a ser tratado de forma injusta, a ser juzgado según un modelo injusto, a
vivir según la voluntad del señor al que está sirviendo… Ese temor fue
cultivado y alimentado durante siglos. Y fue el estallido de ese miedo estalla
lo que provocó la Revolución.
Y yo pregunto ¿Cuándo, sino
ahora, en el siglo XXI, será el momento de reavivar la revolución? ¿Qué más
tenemos que esperar que suceda para estallar? ¿Cuándo nos separaremos los
ciudadanos de este régimen agotado y corrupto para fundar un sistema más
igualitario y verdaderamente humano?
Hace poco escuché el caso de unchico de 30 años, uno de tantos, al que le van a desahuciar de su casa por no
poder pagar el alquiler. Ernesto, que así se llama, no puede pagar el alquiler
porque tiene una discapacidad del 55% debido a un accidente laboral. Además,
está pendiente de una transfusión de sangre, ya que sufre de leucemia. El cabildo
de Gran Canaria está enterado de su situación, pero no le ofrecen ninguna
solución a su problema.
Y digo nosotros porque está claro que ellos no van a hacer nada. Porque ellos son los culpables. Son ellos quienes deben pagar. Es con ellos con quienes debemos romper.
Ya no
podemos pretender una simple reforma del Estado. Debemos refundar el Estado
sobre la base de la igualdad social, económica y política. Y debemos salir de
este sistema que nos oprime. Sí, me refiero al capitalismo. Parece la misma
cantinela antisistema de siempre, lo sé. Pero hoy, más que nunca, esa cantinela
real. El capitalismo es un sistema basado en la riqueza de unos pocos gracias
al sufrimiento de muchos. Y con el “sufrimiento de muchos” no me refiero ya
sólo a los países del Tercer Mundo, a lo que llaman Sur, no. ¡Me refiero a
nosotros mismos! ¡La pobreza y la desigualdad es algo que YA estamos viviendo a
las puertas de nuestra propia casa!
¡Es una miseria que vemos a diario!
Por eso
no es posible seguir en este sistema. ¿Cuál es la alternativa? No lo sé, no soy
un gurú ni un adivino. Pero debemos encontrarla y ponernos a construirla
juntos. Debemos empezar por romper con las instituciones financieras
internacionales, que son las que verdaderamente gobiernan el mundo (a ellos me
refiero cuando hablo de ellos: al Fondo
Monetario Internacional, al Banco Mundial y al Banco Central Europeo). Son
ellos quienes controlan la marcha de la economía-mundo. Y eso es algo muy
peligroso, pues se trata de instituciones que no están sujetas a ningún tipo de
control mínimamente democrático. ¡No los controlamos y, sin embargo, son los
que mandan! Son quienes ponen precio a las materias primas, quienes dictan las
políticas económicas que deben seguir los países en los que vivimos…
Si
queremos un mundo más justo e igualitario, no podemos permitirnos seguir
estando a su merced. Es así de simple.
Debemos recurrir a la resistencia
activa y a la participación y la democracia directas. Y sí, se puede conseguir.
Cada vez que organizaciones como STOP
Desahucios logra evitar que echen de su casa a una persona, es una pequeña
victoria contra el sistema.
Hasta los años 70 del siglo XX la
industrialización permaneció más o menos confinada dentro de las naciones. Hoy
en día, más que nunca, las multinacionales gobiernan el mundo, son capaces de
forzar a los gobiernos estatales a tomar medidas que afectan directamente a
cientos de millones de personas. Las economías nacionales penden del hilo que
sujetan tres o cuatro agencias de calificación situadas en sus antípodas. En un
mundo ya completamente globalizado, el papel del Estado está quedando reducido
a su mínima expresión.
Por eso digo que no debemos reformar el
Estado, sino refundarlo. Y cuál sea la forma en que se organice el Estado es
algo que deben decidir los pueblos, los ciudadanos, pues son ellos, y sólo
ellos, quienes tienen el derecho a decidir de qué forma quieren organizarse
para vivir. Si queremos salir adelante, parece necesario replantearse nuestra
forma de vivir. Quizá sea la hora de impulsar formas de trabajo como el
cooperativismo. Quizá sea el momento de forzar la creación de una banca
pública, ética y social; impulsar una sociedad lo más autogestionaria posible…
En fin, se hace obligatorio encontrar una nueva forma de organizarnos como
sociedad.
Pues
bien, en ello estamos, señor Rajoy. Y lo vamos a lograr. Y esta vez no
habrá pantalla que le pueda proteger.
Bibliografía
Chomsky, Noam Obra esencial, Crítica,
Barcelona 2002.
Hobsbawm, Eric J. La era de la revolución, Crítica,
Barcelona 2003.
Judt, Tony, Postguerra, una
Historia de Europa desde 1945 Taurus,
Madrid, 2008.
Klein, Naomi La Doctrina del Shock Paidós Ibérica,
Barcelona, 2007.
Marx, Karl; Engels, Friedrich Manifiesto Comunista Público, Madrid, 2009.
“Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por
un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión” Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos.