lunes, 28 de febrero de 2011

¿Es España un país extraño?

Para quien aún no lo sepa, yo estudio Historia. Historia del Mundo en general, pero también Historia de España. Estos días nos hemos estado replanteando la visión tradicional de la Historia de la España contemporánea que se ha dado en los últimos tiempos. Me refiero a la tradicional visión de atraso, fracaso absoluto, que se ha venido dando para explicar el siglo XIX de nuestro país. Y no sólo el XIX, sino también nuestro propio presente.

El caso es que, personalmente, las clases que he dado estos días me han resultado bastante interesantes y quisiera compartirlas con vosotros. Al menos, con quien le interese la Historia.

Así pues, con este artículo comienza una serie de unos pocos escritos en los que iremos revisando esa opinión un tanto pesimista, catastrófica quizás, que se tiene de la Historia de la España contemporánea.

Por supuesto, no todos los artículos que vengan después de este irán de lo mismo. Seguiré escribiendo al mismo tiempo sobre otras cosas que nada tengan que ver con la Historia. Ya sabéis que yo soy muy variado.

En fin, vamos a lo que nos toca hoy. Espero no aburriros demasiado...

Comencemos por el principio:

La idea básica que ha sostenido durante años la historiografía tradicional es que, a finales del siglo XIX, desde el célebre Desastre del 98, España estaba atrasada en todos los órdenes. En España, se decía, no hubo una revolución burguesa, como sí la hubo en Francia (nos referimos a la famosa Revolución Francesa de 1789); en España fracasó también la revolución industrial, como la que sí se dio en Inglaterra. Incluso se llegó a decir que España había fracasado nacionalmente, que no se había construido una nación con todos los españoles perfectamente identificados con su patria. La idea, pues, era que los españoles no estaban suficientemente nacionalizados, por así decirlo.

No obstante, esa visión catastrófica de España ha cambiado hoy bastante. Actualmente tiende a pensarse que sí hubo en nuestro país una revolución burguesa, aunque quizá sería mejor definirla como revolución liberal, que en muchos aspectos fue verdaderamente radical. Esta revolución tuvo efectos sociales completamente revolucionarios, dio paso a una sociedad burguesa y, en aquellos momentos, la economía española (agricultura, industria, etc.) no estaba, de ningún modo, estancada. Todo lo contrario: se alimentó, gracias al desarrollo de la agricultura, a un número creciente de españoles; desaparecieron las crisis de subsistencia y la agricultura creció (desigualmente, pero creció). Las críticas a este aspecto suelen ser que la industria sólo creció en algunas zonas de España como Cataluña y el País Vasco, pero si nos fijamos en el caso inglés, por ejemplo, veremos que el gran foco de desarrollo industrial inglés fue Glasgow, mientras que Escocia, que estaba al norte, quedó bastante estancada. Siguiendo con el caso español, podemos decir que Valencia también fue un importante foco de desarrollo de la industria (cerámica en Castellón calzado y juguetes en Alicante). De hecho, Valencia era la tercera provincia industrial del país en el año 1900.

Por consiguiente, ya no se habla de fracaso, sino que prefiere hablarse de crecimiento con cierto retraso. Si repasamos la evolución económica española desde el año 1900 hasta el año 1975 lo que vamos a apreciar, y ésta es la idea que cabe retener, es que la economía española crece. Lo que pasa es que las economías europeas, como la inglesa o la alemana, crecen mucho más, lo cual provoca que se vaya abriendo una distancia creciente en la evolución de la economía española con respecto a las economías europeas de los países más avanzados del continente europeo. De 1900 a 1935 la economía española crece bastante y la distancia con el resto de las economías europeas se acorta, de forma sensible pero sostenida. Después, de 1935 a 1950 las distancias entre la economía española y las europeas vuelve a ampliarse, y de 1950 a 1975 la economía española vuelve a crecer y de nuevo se acortan las instancias. Así pues, puede verse como la economía española no se estanca, sino que lo que sufre es un retraso relativo y cierta recuperación, pequeña, pero paulatina y sostenida, de las distancias con las economías europeas.

Esto que acabamos de decir se puede apreciar de muchas formas, y es que, por ejemplo, el número de ciudades españolas con más de 100.000 habitantes se duplica entre 1900 y 1935 (la población de Barcelona y Madrid se duplica durante esos años), en esos mismos años el índice de analfabetismo se reduce a la mitad, las clases medias crecen. E incluso crece la media de altura de la población, lo cual indica una mejora de la alimentación, y esto sugiere un mayor bienestar económico.

En lo que se refiere a la cultura, no se puede hablar, de ningún modo, de declive en el caso español. Todo lo contrario: durante el período 1900-1935 se desarrolla en España una cultura moderna, laica. Así, nos referimos a este período como la Edad de plata de la cultura española, con sus famosas tres generaciones literarias (1898, 1914 y 1927) Los noventayochistas como Miguel de Unamuno o Pío Baroja; los de la Generación del 14, Ortega y Gasset o el propio Manuel Azaña; o los de la Generación del 27 como Federico García Lorca o Miguel Hernández, llamado “el poeta del pueblo”, por citar sólo algunos autores del período, pues la nómina es inagotable. Todos ellos y otros muchos escribieron las mejores letras de la literatura española desde el Siglo de Oro. No nos olvidemos tampoco de la creación de la Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876, baluarte de la enseñanza moderna y laica y en la que se formaron destacados intelectuales, como el poeta y escritor Juan Ramón Jiménez, que recibió el Premio Nobel de Literatura en su exilio en San Juan de Puerto Rico en 1956.

Por no hablar de la ciencia en el mismo período, con la concesión del Premio Nobel de Medicina a Santiago Ramón y Cajal en 1906. Aunque en aquel momento en realidad la concesión del prestigioso galardón sólo significaba una luminaria aislada surgida del esfuerzo individual, los hechos posteriores demostraron que representaba un síntoma de la renovación científica de España del primer tercio del siglo XX, y que conscientemente se intentaba construir la nación mediante el progreso.

Volviendo al ámbito económico, entre 1910 y 1935 la proporción de la mano de obra empleada en la agricultura desciende 21 puntos, concretamente del 66 al 45%. Entre 1950 y 1975 el índice de la población activa en la agricultura hasta desciende del 50% al 24%; es decir, en 25 años este porcentaje se ha reducido casi a la mitad.

La teoría del péndulo.

Sobre esta teoría se desarrolló hace una década la llamada polémica sobre la normalidad española: ¿Era España un país normal? ¿Encajaba o no España en Europa? Esta teoría, además, coincidió con la llegada al poder del Partido Popular en los 90.

La polémica defendía que España había sido siempre normal. En el siglo XIX, en la época de la Restauración española, la mayoría de los países europeos tenían regímenes liberal-oligárquicos, no democráticos. Éste énfasis en la normalidad española tenía algunos problemas, por ejemplo, ¿cómo explicar entonces dos dictaduras en el siglo XX y una guerra civil? O se plantea otra vez la cuestión nacional: ¿Cómo explicar la pervivencia de los nacionalismos alternativos al español, como el catalán o el vasco?

Además, y esta parece ser la clave, la teoría de la normalidad española presentaba esa “normalidad” como sinónimo de “homologación” con el resto de Europa. Y ese es el problema: pensar que normalidad es igual a homologación, como si Europa hubiera sido siempre un paraíso ideal, como si no hubiese tenido problemas, como si el fascismo o el nazismo no hubiesen existido jamás. En la medida en que este discurso triunfalista está más del lado de los sectores más conservadores de la historiografía o de la derecha social o política, ¿cómo reaccionan los historiadores? Es lo que Ismael Saz llama la “construcción radical-democrática”, es decir, cuando se acentúa el énfasis conservador, la respuesta que observamos es la acentuación de una perspectiva radical. La perspectiva que antaño había subrayado aquella idea de fracaso de la revolución burguesa, que hablaba del fracaso de la revolución industrial y del fracaso de la afirmación nacional, con sus correspondientes supervivencias feudales. Esta afirmación presenta como culpable a la oligarquía financiera y la aristocracia terrateniente, que es la que bloquea la posibilidad democrática, que es también la que ofrece resistencias a los avances sociales y que, cuando llega la República, la hace inviable con su oposición, siendo esto lo que provoca la Guerra Civil que, a su vez, conduce el franquismo.

Bien, ahora ya nadie sostiene esto, pero de alguna forma esto mismo se reintroduce. Esto no quiere decir que en España no se diera una revolución burguesa o una revolución industrial, pero el liberalismo español en el siglo XIX había sido débil frente a la fuerza popular del carlismo, había una presencia desorbitada de los militares en la vida política, lo cual escenificaba una debilidad civil y de la burguesía. Había habido un catolicismo obsoleto, brutal, responsable del atraso cultural, España era un Estado muy centralista, pero a la vez con muy poca capacidad de nacionalización de los ciudadanos. Y así, con una derecha arcaica y montaraz, de alguna forma se podía volver a explicar el hecho de que se llegase a una guerra civil y a la dictadura franquista. Así pues, como hemos dicho al principio, se vuelve de nuevo a la teoría de la continuidad negativa de la Historia de España.

Por su parte, la propia visión liberal-conservadora, que Ismael Saz llama el “paréntesis”, introducía el sesgo contrario: el conservadurismo defendía que todo es normal en la Historia de España, la Restauración era normal, el régimen liberal-democrático era normal, funcionaba bien. Había cierto atraso económico-político-social, pero no era determinante. No obstante, siempre bajo la óptica de la visión liberal-conservadora, sí que había una cierta falta de movilización social, era la sociedad la que estaba poco movilizada.

(Obsérvese cómo, para la visión liberal-conservadora, la excusa de la sociedad es estupenda: cuando algo va mal la culpa es de la sociedad; sin embargo, cuando las cosas van bien es gracias a las élites gobernantes, que lo hacen todo estupendamente).

Así pues, según la teoría conservadora, el problema de España es culpa de la sociedad, que está poco movilizada, y es culpa la izquierda, que era deficiente, débil y radicalizada. Y este hecho, unido al error fatal del rey Alfonso XIII de avalar la dictadura de Primo de Rivera, condujo a la instauración de República, que fue un proceso de radicalización creciente.

Esto lleva a algunos historiadores a decir, como Stanley G. Payne, que en 1936 la República ya no era una democracia. Es por culpa de esta espiral de radicalización que se llega a la Guerra Civil y después viene franquismo y, a partir de 1975, se vuelve a la normalidad. Así pues, a partir de 1976 España ha solucionado todos sus problemas, ya que la izquierda no es tan radical como antes y la derecha, impoluta, simplemente enlaza con la derecha del sistema liberal de la Restauración, que era perfectamente normal. Por consiguiente, según la visión conservadora, la derecha no tiene nada que ver con lo que sucedió en el franquismo.

Ambos enfoques se pueden discutir. La primera crítica que podríamos hacer es que, de alguna forma, el paradigma del fracaso que se rechaza por las dos partes es reintroducido de nuevo. Así, por parte de la izquierda, esa idea de fracaso se reintroduce por la vía del militarismo decimonónico, de la derecha montaraz, de la Iglesia como institución absolutamente obsoleta, etc. y desde la perspectiva conservadora, de derecha, esta concepción del fracaso español se reintroduce allí donde interesa: lo que estaba atrasado era la sociedad.

No obstante, como hemos dicho, cabría discutir ambos enfoques.

Lo cierto es que a finales del siglo XIX la cultura española no estaba ni mucho menos controlada por la Iglesia. Al contrario, la cultura española de la Edad de plata fue fundamentalmente laica y secular. La mayoría de los literatos españoles del momento no eran católicos practicantes, sino laicos y seculares.

También se habla de la fuerza popular que tenía el carlismo frente a un liberalismo que se suponía débil. Y sí, el carlismo tenía bastante apoyo popular, pero ¿dónde? ¿En toda España? No. Lo cierto es que los liberales ganaron todas las guerras civiles y los carlistas las perdieron. Es más, los carlistas jamás conquistaron ninguna capital de provincia, ni siquiera en el País Vasco o Navarra.

El carlismo, como hemos dicho, sólo tenía núcleos fuertes en Navarra, en el País Vasco, en algunas zonas del País Valenciano, en el Maestrazgo, pero no más. El carlismo nunca fue más fuerte que el liberalismo decimonónico. Jamás.

Así pues, el problema es la perspectiva de la norma; es decir, ¿hay anormalidades con respecto al resto de los europeos por cuestiones de atraso? ¿O todo ha ido bien, salvo un pequeño paréntesis? La respuesta a estas preguntas es muy sencilla: los españoles no podemos ser ni normales ni anormales, sencillamente porque no hay una norma europea, y si no existe una norma no se puede ser más anormal o menos. Europa no es idílica. Si lo fuera ¿dónde dejaríamos al nazismo, al fascismo, a la Francia de Vichy, que tanto se pareció a la dictadura franquista? ¿Dónde dejamos a la Segunda Guerra Mundial?

Y si hablamos de la cuestión nacional (España débilmente nacionalizada, los nacionalismos alternativos al español tiene mucha fuerza, etc.), lo cierto es que España es uno de los escasos países europeos que no ha perdido a lo largo de los siglos XIX y XX ni un centímetro cuadrado de territorio. Sin embargo, no se puede decir lo mismo de otras naciones europeas que se creen bien consolidadas, como las disputas entre Francia y Alemania por los territorios de Alsacia y Lorena, que han sido constantes a lo largo de estos años. Noruega, por su parte, se separó de Suecia; Irlanda del Reino Unido, y el nacionalismo escocés es incluso más independentista que, por ejemplo, el catalán. Es decir, la cuestión nacional no sirve para calibrar una supuesta anormalidad de España.

Así pues, los que sostienen la teoría del desastre español se preguntan “¿por qué en España no triunfó la democracia y en Europa sí?” Y ellos mismos se responden: “porque España en un país atrasado”. Pero lo cierto es que prácticamente todas las democracias europeas se hundieron durante los años 30. O se preguntan: "¿por qué triunfó el fascismo en España, como en Italia o Alemania?" Otra vez: “Porque España era un país atrasado”. Como se ve, la teoría catastrofista vale para lo bueno y para lo malo, con lo cual, lo que interesa retener es que al final esta teoría catastrofista no vale para nada, no explica nada, no sirve para nada.

Lo que debemos retener que la idea de la norma europea no sirve, porque no existe una normalidad europea y, por tanto, no puede haber una normalidad o anormalidad española. Así pues, debemos romper definitivamente con esa anquilosada idea de la normalidad europea y del atraso español. Y es que, como ya dije hace tiempo, España era, y es, un país tan extraño como cualquier otro.



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BAHAMONDE, Ángel; MARTÍNEZ, Jesús A. Historia de España. Siglo XIX Cátedra, Madrid, 2007

BERNECKER, Walter L. España entre tradición y modernidad Siglo XXI Madrid, 1999

SAZ CAMPOS, Ismael Fascismo y franquismo PUV, Valencia, 2004

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