lunes, 11 de enero de 2010

Historias e historietas

Muchos de mis amigos (amigos y amigas, se entiende) me ponen siempre caras muy raras cuando les hablo de mi carrera. “Menudo coñazo” o “Yo no soportaba la Historia, siempre me dormía en esa clase” suelen ser las respuestas más comunes. Yo antes me quedaba atónito ante tales sentencias, y no fue hasta que comencé la carrera cuando pude hallar una explicación razonable.

Actualmente en el instituto, (tanto en la ESO como en Bachillerato) se concibe la enseñanza de la Historia como la memorización sistemática de datos y fechas, sin explicación ni lógica aparentes. El problema de este sistema es que sus resultados se olvidan tan rápidamente como se adquieren. De poco sirve saberse al dedillo toda la cronología de la Guerra Civil si no se saben explicar, y comprender, las causas que la provocaron.

Esto era sólo un ejemplo, quizá muy sintético, para explicar que, en mi opinión las causas priman sobre los hechos. No se puede entender a ninguna civilización de cualquier momento de la Historia si no se comprenden antes las estructuras mentales que la gobernaban; es decir, cómo pensaban sus gentes, por qué actuaban de una manera y no de otra.

Lo que quiero decir es que los “qué” no sirven de nada si no nos cuentan también los porqués. Esto es algo que, a mi parecer, los docentes de instituto tienen un poco olvidado. Quiero creer que será porque cada profesor ha de ajustarse al temario y a las horas de clase que le imponen los de arriba, los gobiernos, las consejerías de educación y todos esos, ya se sabe. Pero también es verdad que hay profesores que lo único que hacen es sentarse, mandar subrayar a sus alumnos en el libro lo más importante de la lección del día y luego largarse y cobrar a fin de mes. Y eso no es ser profesor.

Hablo con conocimiento de causa: en el instituto yo tuve profesores así. También los tuve buenos, sino probablemente no estaría hoy estudiando Historia. Con esto quiero decir que, evidentemente, siempre hay excepciones.

No son pocas las personalidades que han alzado su voz para alarmar sobre esta cuestión. Ya Pérez-Reverte trató esa cuestión en un artículo, de muy recomendable lectura, dicho sea de paso, y que se titula Permitidme tutearos, imbéciles*[1]. El artículo en cuestión se puede encontrar fácilmente en Internet. Sólo con ver el título, el resto ya promete ¿verdad?

Decía yo al principio que no fue hasta la llegada a la Universidad cuando pude descubrir por qué a mis amigos les aburría tanto la Historia. La respuesta es bien simple: ¡porque no veían nada de lo que se les enseñaba! Lo único que veían era a sus profesores escribiendo fechas en la pizarra o recitando el libro de Historia como discos rayados.

Cuando en clase se habla a los alumnos del Imperio Romano, por ejemplo, de la forma de vivir de sus ciudadanos, de sus casas, sus domus, las cenacula o, para los más adinerados, las villas, sería deseable, y hasta debería ser obligatorio, llevarles a ver las excavaciones de Pompeya y Herculano. Bueno, o a la villa romana de Rótova, que a nosotros nos pilla un poco más cerca.

Esa es la grandeza de la Arqueología: que sólo gracias a ella podemos ver, en el sentido más literal de la palabra, cómo vivían nuestros antepasados, cómo se organizaban, qué comían, cómo se divertían. Sólo así es como la enseñanza de la Historia tiene sentido. Así es como debería enseñarse.

Hay que ofrecer a los estudiantes la posibilidad de ver con sus propios ojos lo que se le enseña en clase, y para eso la Arqueología es un gran aliado. Un profesor no puede distanciarse de su asignatura. No deben enseñar la Historia desde fuera, como algo mecánico, lejano, algo que pasó hace muchos años, que ya no importa, porque si lo hace, los alumnos harán lo mismo. Consecuencia: las clases se convertirán en un coñazo y los alumnos odiarán a sus profesores.

Los docentes deben hacer ver a sus alumnos que el mundo del que se les habla no está tan alejado del nuestro como ellos creen. Que, de una u otra forma, todo lo que tenemos hoy, nuestra forma de vida, nuestras costumbres, es en gran medida heredado de los de entonces. Deberían contarles que muchos aspectos no hemos cambiado tanto. En Roma, a mediados del siglo IV, a pesar del millón y pico de habitantes que la poblaban, sólo contaba con unas 1780 casas privadas. El resto de la gente vivía en apartamentos de alquiler, las cenaculae, construidas en bloques de pisos llamados insulae. Algunos de estos insulae llegaron a tener una altura de 6 ó 7 pisos. Por fuera, estos bloques de viviendas ofrecían un aspecto magnífico, bloques de 300 ó 400 metros cuadrados construidos en varios pisos de altura. No obstante, estaban construidos con materiales baratos y de mala calidad por lo que era normal que estuvieran en constante amenaza de hundimiento o incendios. ¡Vaya, parece que el problema para encontrar una vivienda digna no es algo exclusivo de hoy en día! ¡Y encima vivían de alquiler, como la gran mayoría de los españolitos de a pie!

O también podrían contarles, por ejemplo, que Calígula desposeyó de sus privilegios a varios cónsules durante tres días por haberse olvidado del día de su cumpleaños.[2]

En fin, lo que quiero decir en definitiva es que los profesores deberían de encontrar el modo de hacer la clase no más entretenida, sino también más divertida. Así los alumnos se enamorarían de la asignatura, querrían saber más. Entonces es cuando el profesor ejercería verdaderamente como tal.



[1] Este artículo se puede encontrar en la página web del autor: wwww.capitanalatriste.com así como en su libro Cuando éramos honrados mercenarios, págs. 367-69. Alfaguara, Madrid 2009. Actualmente en las librerías, esta obra recoge una selección de artículos de Arturo Pérez-Reverte publicados entre 2005 y 2009 en su columna semanal Patente de corso.

[2] Para el público profano que desee conocer más a fondo los entresijos de la sociedad romana de época imperial, le recomiendo la serie de libros de Marco Didio Falco, detective (o “informante”, como se les llamaba entonces) y protagonista de una saga de novelas creada por la escritora británica Lindsay Davis y centrada en la Roma del emperador Vespasiano.

domingo, 3 de enero de 2010

Decálogo para el nuevo año


¡¡¡FELIZ AÑO A TODOS!!!

No he publicado nada desde noviembre, y eso es algo que no me puedo perdonar. Es una lástima, porque siempre se me ocurren cosas sobre las que escribir, cosas que contar, algo que decir... En mi cabeza me salen textos bien hilvanados, alegatos geniales... Cuando estoy en la cama por las noches, "chupando techo", como se suele decir, me vienen a la cabeza tantas cosas sobre las que puedo hablar... Pero, simplemente, a la hora de trasladar las ideas al ordenador y darles forma, a veces se me van las ganas. No sé por qué.

Envidio a esos blogueros que logran mantenerse escribiendo un artículo al día, que los hay, y muy buenos; o a los (grandes) periodistas con miles y miles de lectores que son capaces de escribir no sé cuántas columnas de opinión semanales. Todos ellos capaces de crear textos de la nada con tan aparente y asombrosa facilidad. Yo no sé si sería capaz de hacerlo o no, desde luego por falta de ideas no será, pero la mitad de las veces que lo intento la pereza termina por vencerme.

Escribo estas líneas mientras escucho a Lisa Ekdahl y su Give me that slow knowing smile. Magnífica.

Por todo esto que acabo de contaros, he decidido hacer mi propia lista de propósitos para el nuevo año.

Ahí van:

1- Escribir con más regularidad. Había pensado en un artículo a la semana, pero quizás eso sea exigirme demasiado... En definitiva escribir, tanto si lo publico como sino. Escribir, escribir, escribir. Escribir y pensar. Imaginar y escribir. Inventar y escribir. Escribir sin parar.

2- Cuidar a mis amigos y a mi gente, que son lo mejor que tengo.

3- Seguir leyendo tanto como siempre, ¡O más!

4- Estudiar más, como mínimo una horita y pico al día. Dicen que dos horitas es lo ideal, así que yo casi llego.

5- Dejar de seguir viendo el Telediario de Antena 3 del mediodía sólo porque antes vayan Los Simpson.

6- Pasar a cuarto de carrera sin la Puñetera Prehistoria a cuestas. Al menos ya me he librado de Teresa Orozco. Por lo menos eso es un paso.

7- No ser tan asquerosamente vago e ir al gimnasio cuatro veces a la semana, que para eso lo pago.

8- Que los "ya voy" que le contesto a mi padre cada vez que me pide algo se conviertan en acciones prontas y reales. No esperar a que me digan lo que tengo que hacer. (Aquí seguro que mi padre se está partiendo la caja mientras lo lee).

9- Pasar menos horas en el messenger y dejar de perder el tiempo poniendo a parir a ¡tOdA lA pEñA Ke EsKriBe Asi! Este propósito lo podríamos ampliar a todos los que, además, les meten unas patadas increíbles al Diccionario de la RAE y también a los que escriben frases superingeniosasosea sin tener ni puta idea de lo que quieren decir en realidad. O, ya puestos, a todos los que hacen esas tres cosas a la vez, que los hay y muchos.

10- Que, esta vez sí, los propósitos no se queden sólo en propósitos.


Notas: El orden de los propósitos es aleatorio, no tiene nada que ver con su importancia. Los propósitos cuarto y octavo tienen un corolario común: No dejarlo todo para el último momento, como hago (casi) siempre...

Sí, ya sé que me quedan muchos propósitos por cumplir, pero hay que dejar alguno, que sino no me quedarán para el año que viene...

La cuestión es: ¿lo conseguiré? ¿no lo conseguiré? Se admiten apuestas...

Y, ya que estamos, ¡Feliz 2027 para todos también!